El pasado mes de enero entró en vigor la última modificación de la Ley Electoral , en la que el legislador debió olvidarse de incluir la posibilidad de que las campañas electorales se realicen, a partir de ahora, en los juzgados. Desde hace ya algunos meses, no hay día en que no nos levantemos con una nueva noticia de cargos públicos (o aspirantes a serlo) imputados o acusados de los más variados delitos.
O la política se ha corrompido definitivamente, cosa que me resisto a creer pese a que la opinión pública empieza a ser favorable a esta opción, o los partidos políticos han encontrado en los juzgados un filón de votos que son incapaces de conseguir de cualquier otra forma más recomendable en democracia.
No voy a poner en duda la necesidad de mantener, en lo público y en lo privado, el cumplimiento de la legalidad y de que deben perseguirse aquellos actos que conlleven un perjuicio para la sociedad, pero creo que nuestros políticos se están extralimitando un poco en la apreciación del concepto y que estamos cada vez más cerca del todo vale y más alejados de la coherencia más básica.
Si, hasta hace unos meses, los programas del corazón se llevaban la palma en cantidad de querellas, ahora son los políticos quienes luchan, a toda costa, por conseguir este absurdo record. El resultado es que, entre unos y otros, las querellas se reparten con la misma facilidad que la publicidad en la puerta de un Pans&Company, con el consiguiente bloqueo de la justicia y el gasto público que conlleva este peligroso juego.
Lo que quizá los partidos no entienden es que, con estas actitudes, lo que se está minando no es al oponente, sino a la confianza del electorado en la totalidad de la clase política. No se puede dar el mismo trato a todos los casos, con independencia de que el Derecho penal los sitúe a todos bajo el mismo nombre, y por mucho que a los partidos les interese integrar a todos los imputados en un mismo saco.
Lo peor de todo (o lo mejor, que nunca se sabe), es que pasados unos días nunca se vuelve a oír hablar de estos asuntos y nunca llega, si se me permite la expresión, la sangre al río. Son muy pocos los asuntos que acaban en una inhabilitación y, menos aún, en penas de prisión, lo cual demuestra la falta de contenido y argumentos que sujetan a la mayoría de ellos.
De verdad esta política ni es democrática ni es nada. Ya no vale aportar o plantear mejores resultados o mejores propuestas para la sociedad y para los ciudadanos. Solo cuenta acumular más imputados en el campo contrario y descalificar, de la forma que sea, al adversario político, lo merezca o no.
Valga, como ejemplo, la comparación de Mariano Rajoy con Silvio Berlusconi que hizo esta semana Jorge Alarte (es el candidato socialista a la presidencia de la Generalitat Valenciana , por si alguien no lo conoce). Con ella se alcanzan ya cotas del ridículo más espantoso a que puede llegarse en una pre-campaña electoral. Y todo a cuenta de los famosos trajes, que de tan sobreutilizados acabaran volviéndose contra su promotor. Por cierto, con la de veces que hemos tenido que oír, quienes somos aficionados a la buena mesa, aquello de “más vale comprarte un traje que invitarte a comer”, ahora resulta que es delito penal. Ni la sociedad entiende a los políticos, ni los políticos entienden a la sociedad, y eso que dicen que unos representan a los otros. Eso habrá que verlo.
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